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Un parque para el pueblo

Updated: Nov 18, 2021

(El mundo desde la Luna)

“Para él no hay distancia. Enantes subió al sol. Es mentira que en el sol florezca el pisonay. ¡Creencias de los indios! El sol es un astro candente, ¿no es cierto? ¿Qué flor puede haber? Pero el canto no se quema ni se hiela. ¡Un layk’a winku con púa de naranjo, bien encordelado! Tú le hablas primero en uno de sus ojos, le das tu encargo, le orientas al camino, y después, cuando está cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres; y sigues dándole tu encargo. Y el zumbayllu canta al oído de quien te espera. ¡Haz la prueba ahora, al instante!

- ¿Yo mismo tengo que hacerlo bailar? ¿Yo mismo?

- Sí. El que quiere dar el encargo.

- ¿Aquí en el empedrado?

- ¿Ya no lo viste? No lo engañes, no lo desanimes.

Lo encordelé más cuidadosamente que en otras veces. Y miré a Antero.

- Háblale bajito -me advirtió.

Puse los labios sobre uno de sus ojos.

‘Dile a mi padre que estoy resistiendo bien -dile-; aunque mi corazón se asusta, estoy resistiendo. Y le darás tu aire en la frente. Le cantarás para su alma.’

Tiré la cuerda.”

(VIII Los ríos profundos de José María Arguedas)


A veces, al conversar con mi mamá nos ponemos a recordar e imaginar la vida del abuelo. Se trata de una historia fascinante que nos invita a pensar en las muchas maneras de contarla. La mía descree de la oposición realidad y ficción, en ese entendido invento a mi abuelo guardando una única fidelidad: la de la memoria colectiva.


“La capital de Bolivia es Umala” decía el abuelo y de niños todos estábamos convencidos pues el lugar que vio nacer al abuelo tenía que haber sido importante, tanto como él lo era para nosotros. Hijo de una mujer mayor y de un comerciante libanés, el abuelo creció en un pueblo de plateros entre los árboles de k’iswara y las plantas de haba. Le gustaban mucho los juegos como el aro y el trompo; entonces, imagino al abuelo-niño corriendo en su pueblo, quizá gritando y riendo en aymara. Por lo carismático que era, estoy segura tenía todo un séquito de amigos y perros tampuli.


La mamá del abuelo decidió enviarlo a la ciudad cuando el abuelo tenía apenas siete años. La separación debió ser difícil para ambos y aunque el abuelo nunca más vivió en su pueblo, lo llevó consigo toda una vida. Cuando el abuelo fue grande, y pudo, una de sus primeras obras fue un parque que construyó justo al lado de la que un día había sido su casa.


© BAGG



Kiswara & Fonabosque (Picture / Foto)


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